Autor: Martín Varela, subdirector de la Fundación Trilema
Ahora que se ha vuelto a poner tan de moda la resiliencia, es inevitable acordarse del padre de la tan “manoseada” palabra. Es fácil hablar. Quizás no tanto poner en marcha los mecanismos que permitan de verdad crecer en ella. Porque cuando las circunstancias son adversas es fácil, casi humano y lógico, caer en la autocomplaciencia y en la culpabilización externa.
Para ser resiliente hay que querer serlo. Porque la diferencia entre “querer y poder” es ponerse en marcha decididamente hacia ello. Y, valga el símil con la propia resiliencia, aprender y persistir hasta conseguirlo.
Boris Cyrulnik tuvo una infancia muy complicada, como tantos otros niños salidos huérfanos de los campos de concentración nazis. A pesar de ello, pudo recomponerse y no partirse, como el junco, para afrontar su día a día y tener una vida de cierto éxito personal y profesional. Para acuñar esta capacidad de volver a levantarse tras caer, partió en sus investigaciones de una pregunta: ¿Qué permite a las personas que pasan por estas experiencias salir adelante? Si lo común pudiera ser quedar parado o afectado de por vida, ¿por qué algunos pueden superarlo?
En mis años de trabajo en centros de menores esta pregunta nos perseguía en el día a día como educadores. Durísimas experiencias en sus cortos años de vida. A unos les marcaba casi inevitablemente para no levantar cabeza. Otros conseguían integrarlo y rehacer tímidamente sus vidas. Los educadores éramos los mismos, pero los cómos nunca podían serlo. Tratábamos de aprender continuamente de cada diferencia entre unos y otros, para acertar con la tecla que permitiese ayudarles a recomponerse. La chispa desencadenante siempre en ellos, nunca externa. Nos “limitábamos” a poner los condicionantes que pudiesen desencadenar la salida. Un día, algo hacía “click” en su mente y, desde ahí, no sin dificultades, comenzaban a caminar.
Vivo un cierto paralelismo en estas fechas en conversaciones con escuelas, directivos y profesores. Ante la incertidumbre se ha desencadenado un mecanismo muy humano, casi de cerebro reptiliano dirían algunos. Una parálisis absoluta. No en todos, o no en muchos, según como queramos ver la botella medio llena o vacía. Pero es una realidad que me interpela al aparecer en los que somos los profesionales de esto de aprender.
Si tanto estamos hablando de resiliencia, hagamos como el señor Cyrulnik. Utilicemos su método y preguntémonos qué hacen los que no están parados y aprendamos con ellos. Docentes que ni imaginaban lo que serían capaces de hacer con sus ordenadores, escuelas que se han anticipado a los discursos de los gobernantes haciendo imaginable y alcanzable la escuela híbrida, organizaciones que se unen para dar soluciones a situaciones que necesitan una respuesta inmediata.
Decir que no se puede hacer nada, que otros deben mover ficha antes o indicarnos lo que podemos hacer, es promover la pasividad y el inmovilismo. También lo es minusvalorar los esfuerzos y propuestas valientes de miles de profesores y cientos de escuelas. Y más aun disfrazar la pasividad con la incapacidad para aprender “de y con” los otros.
Si no querer aprender, o esgrimir los típicos “ya lo sabemos todo”, era algo anacrónico y poco asumible en el mundo educativo, hoy, ahora, es casi una sentencia vital. Especialmente para nuestros alumnos. Sigamos siendo ejemplo para ellos, mostrando cómo y de qué manera hemos aprendido y seguimos construyendo la escuela que necesitan para desencadenar en ellos la capacidad de aprender siempre. Incluso si la vida nos hace caer, saber y querer levantarnos para seguir caminando.