Autora: Inmaculada Castaño, formadora Campus Trilema y orientadora. A lo largo de todos estos años de viajes en los que he acompañado a profesores/as y escuelas muy diferentes, siempre me he encontrado que aquellos docentes más comprometidos con su labor la viven desde el reto constante que supone cada niño. Esto hace que te preguntes cada día cómo puedes ayudarles a que avancen, qué les resulta más motivador, qué hace que se apasionen por el aprendizaje, que avancen, progresen o maduren. Este mar de preguntas, que ejemplifican los desafíos constantes y que suponen un reto infinito,  lo veo -si cabe- más claramente materializado en mi labor como orientadora en centros de infantil y primaria. El primer gran reto está en la propia indefinición de cuál es nuestra tarea, que tan solo podemos deducir por las decenas de acciones establecidas por la ley: el diagnóstico de los niños con dificultades de aprendizaje , el seguimiento de los mismos, la orientación a las familias, la coordinación con el equipo directivo… y un largo etcétera. Por no hablar de las múltiples tareas administrativas: informes, dictámenes, certificados… que nos roban constantemente el tiempo de atención a los alumnos. Esta multiplicidad de funciones precisa de dos soportes: la creación real de equipos multidisciplinares, que permitan asumir las múltiples tareas que la ley nos demanda; y la dotación de los tiempos y recursos necesarios para llevarlas a cabo.

Estar en un diálogo continuo sobre las posibilidades de mejora de nuestros alumnos, a partir de las evidencias que recogemos en el día a día, es clave

Quisiera compartir con vosotros cómo se materializa ese reto infinito en el día a día, en los coles. Llegas al centro y los profes te buscan. Por los pasillos te cuentan de un alumno y de otro, buscando respuestas para saber acompañarles y, en ocasiones, solicitando ‘la etiqueta’ que les dé seguridad en esa pregunta continua: ¿Qué puedo hacer para ayudarles mejor?. Pero todos los que llevamos años en la educación, aprendimos hace tiempo que esto es mucho más complicado. No existen recetas mágicas. Tampoco podemos saber lo que sucede en la mente de un niño poniéndole una etiqueta general. Necesitamos trabajar en equipo y realizar buenos diagnósticos que nos permitan intervenciones eficaces ligadas a procesos continuos de reflexión sobre la práctica. Estar en un diálogo continuo sobre las posibilidades de mejora de nuestros alumnos, a partir de las evidencias que recogemos en el día a día, es clave. Pero, quizás ese reto infinito se hace más visible cuando llego por la mañana al centro y dedico algún tiempo a ir de aula en aula observando a los niños, mirando especialmente a aquellos cuyas dificultades me han compartido sus profes. Me siento a su lado, escucho cómo me cuentan sus tareas o me hablan del último libro que han leído y, al oír detrás de la mascarilla sus palabras casi siempre balbuceantes, me asaltan numerosas preguntas: ¿Cuáles son las causas de sus omisiones al leer? ¿Por qué no recuerda lo que aprende? ¿Cómo Influye en su aprendizaje el tipo de actividades que se le proponen? ¿Por qué no puede seguir unas instrucciones sencillas? ¿Por qué no sabe controlar sus impulsos? ¿Qué sería más eficaz para transformar su conducta disruptiva? ¿Cuál es la causa de que se autolesione? ¿Por qué no comprende lo que lee? ¿Cómo podemos lograr que avance? ¿Por qué sus reflexiones son tan superficiales?   Esta lista podría ser mucho más larga y es tan sólo una muestra de cómo cada día, nuestras seguridades y certezas se ven sacudidas. Esto nos obliga a buscar, investigar, reflexionar y estar en actitud de aprendizaje continuo. Me emociona ver cada pequeño avance, cada pequeño paso que muestra que estamos en el camino correcto y nos llena de esperanza y energía para continuar en este reto infinito.