Autor: Martín Varela Dávila, subdirector de la Fundación Trilema

Los niños, siempre los niños.

Se nos llenó la boca en los momentos más duros del confinamiento. Ellos habían sido quienes mejor habían gestionado la situación histórica y extraña que vivimos. “¡Aprendamos de los niños!”, se nos decía. También, muchas voces reclamando no menospreciar las consecuencias de un aislamiento social y de la no presencialidad en la escuela. Pero ha llegado el momento de la vuelta real. Y nos está costando más de lo esperado asumirlo…

Y es que poca normalidad podemos vivir sin ver rostros completos, con los alumnos separados en clases y espacios extraños (en los centros en los que ha sido posible), las paredes más vacías que nunca, los toques con los codos, el gel hidroalcohólico…

A pesar de todo, ellos, los niños, pueden ser de nuevo los que nos dibujen el camino a recorrer. Por ellos, la escuela, que no son edificios, que son personas, profesores, directivos, personal de administración y servicios, estamos tratando de sacar la mejor versión de nosotros mismos. Personas que por encima de la sensación de “no normalidad” o de, en algunos casos, el miedo contenido, asumimos el rol que nos corresponde como conciencia de nuestra sociedad.

Es ahora, más que nunca, cuando esta labor no puede quedar solo en ideas, pensamiento o pretensiones dibujadas en proyectos educativos. Toca asumir con valentía dibujar la esperanza posible.

Porque la valentía, entendida como virtud, es el equilibrio entre la parálisis del miedo y la temeridad. Y justo en eso andamos, en encontrar ese punto medio que anteponga siempre la salud y la seguridad, pero que proponga modos posibles de trabajar, de aprender, de actuar. Porque virtud (Aristóteles) es “hacer”. Se juega en términos de acción, no de pensamiento o palabras.

Habitualmente nos apoyamos en la teoría apreciativa de las organizaciones para dibujar el mejor escenario posible en el acompañamiento de la planificación estratégica en innovación para los centros. Este enfoque apuesta por crecer partiendo de las fortalezas de las organizaciones. Imaginar y crear la mejor versión de uno mismo, de cada centro, profesor y aula, con nuestras herramientas concretas. Perfeccionar lo que ya hacemos bien es el primer paso para crecer. Y desde ahí, poniendo el foco en lo positivo, iluminar nuevos pasos de avance.

Ese foco en lo positivo debe y debería generar verbalizaciones más optimistas sobre la propia organización. La teoría apreciativa se apoya firmemente en el poder de las palabras y de las conversaciones. No describimos lo que vemos, vemos lo que describimos. Es una llamada a la construcción y creación de un mundo de posibilidades que vaya más allá de las lógicas y evidentes dificultades por las que pasamos.

En ello estamos los educadores. Más que nunca es necesario provocar narraciones que buceen en las posibilidades del presente y futuro. Confiemos en ellos, démosles la palabra y dibujemos espacios que les permitan verbalizar que quieren aprender, encontrarse, crecer… Quizás ahora de manera diferente, con cuidado, cuidando y siendo responsables. Pero encaminados hacia un horizonte positivo que debemos construir con lo que tenemos entre manos.